Premio Enrique Ferran
El primer día
José Ramón Alonso
Soy de los que creen firmemente que el
año empieza en septiembre. Los buenos propósitos que se musitan las noches
después de Navidad, yo los convoco las últimas tardes del mes de agosto. Paseo
por la playa cuando ya la luz va retrocediendo, las tardes se acortan
visiblemente y el aire fresco borra el deseo de meterse en el agua. Voy
pensando en mis clases –sí, soy profesor, profesor de Biología– en proponer
nuevas prácticas, en cómo lograr que los chicos se enamoren de mi asignatura,
en conseguir que estudien, que lean, que pregunten, que disfruten aprendiendo.
Repaso mentalmente los errores del último año, las desilusiones, mis fracasos…
Cada alumno que suspendió, que abandonó la carrera, que se dejó vencer por el
desánimo o la desgana lo siento esos días como un fallo, un fallo mío también.
Seguro que alguno de mis compañeros se indigna cuando lea esto, pero lo siento
así. No pretendo cargar con lo que no es mío, pero es que ellos son míos. Y siento
ante su abandono que no supe guiarlos, impulsarlos, extraer todo lo bueno que
hay, siempre, en cada estudiante. Sé que son muchos más los que lo lograron
pero de alguna manera, tendré un toque masoca, son los otros los que me
importan. Son ellos los que no sonríen cuando nos encontramos, los que sienten
vergüenza o rabia o algo parecido al rencor. Soy el que se interpuso entre
ellos y un verano de fiestas, la satisfacción de sus padres, el descanso que yo
sí he disfrutado. Y aun así, quiero creer, creo, que hice lo que tenía que
hacer.
Me gusta mi trabajo, me gusta terriblemente. Me da pudor
confesar que si me tocase la lotería, escondería o invertiría el dinero del
premio y seguiría dando clases. Que, aunque nadie lo haya hecho, si alguien me
ofreciera el doble de sueldo por trabajar en una empresa, no lo aceptaría. Me
gusta tratar con mentes jóvenes y despiertas, me gusta esta labor creativa que
construye personas, me gusta creer que, con humildad pero también con un firme
convencimiento, ayudo a construir una sociedad mejor, un futuro mejor. Y aún
así tengo días de desánimo, cosas que me enervan, compañeros que me avergüenzan
o situaciones en las que tiraría la toalla, todas las toallas. Pero no lo hago.
Soy lo que soy por algunos profesores que tuve, esos que siempre recuerdas. Y
yo quiero ser uno de ellos.
Pienso en mis lecturas del verano, los nuevos avances de la
Ciencia, las maravillas que se descubren cada año, me recreo pensando en las
cosas extraordinarias que les voy a mostrar, en el momento en el que les cuente
que todos los profesores del mundo estábamos equivocados y un nuevo
descubrimiento nos ha sacado de nuestro error este año, cuando les hable de
nuestros orígenes, de una especie nueva que solo conocemos por un hueso de un
meñique y unos pocos dientes, de nuestro futuro más allá de nuestro planeta, de
células que viven en agua hirviendo, alimentándose de limaduras de hierro, de
plantas con olfato, del cerebro de los niños con autismo y de los zarcillos del
pepino, que superan a todos nuestros muelles y asombran a los ingenieros.
Con la arena aún acomodándose a mis pies preveo la vuelta a la
Facultad, el despacho con ese aspecto limpio pero mortuorio con el que lo dejé
hace un tiempo que no parece tanto, con solo ese montón de correo, casi todo
propaganda y circulares del decano, que se habrá acumulado entre tanto. Dentro
de poco, la mesa estará otra vez llena de papeles, hasta hacer imposible ver el
color de la madera, el ordenador cada vez más anticuado y rodeado de esos
papelitos amarillos que parece que son la esencia de la universidad moderna. Me
encuentro con los compañeros que pasan a verme o me sacan a tomar un café, me
citan para reuniones, comisiones, evaluaciones, coordinaciones. ¿Por qué tendré
esa sensación de que pasamos más tiempo preparando las cosas de lo que luego
dedicamos a rematarlas como se merecen?
Y, por fin, el primer día de clase. La bata limpia, a los de
Ciencias nos gusta dar clase con la bata blanca, ese cosquilleo de nervios que
no se me pasa después de veintiocho años dando clase y que no quiero que
desaparezca nunca. Y luego verles, filas y filas de caras inquietas, asustadas,
curiosas en el aula escalonada. ¿Cómo será este profesor? Y ellos, ¿cómo serán?
Por un instante siento un desasosiego, ¡cada año son más niños! Luego te das
cuenta: no, son iguales. Todos los años tienen la misma edad. Eres tú el que,
lo quieras o no, eres un curso más mayor. “Buenos días a todos. Bienvenidos a
“Biología General”. Me llamo…”